Por esos avatares
de la vida recuperó esporádicamente la (para él) sana costumbre de acudir al
mercado los domingos en compañía de sus hijos para disfrutar del fresco de la
mañana, del trajín de las gentes, y del carnaval de colores que frutas y
verduras ofrecían gratuitamente a los sentidos de quienes parecían más alegres
visitantes que exigentes consumidores: plátanos, tomates, naranjas, fresas, lechugas, champiñones,
picotas, berenjenas… mientras que por sus fosas nasales se colaba el vivificante
olor a pan caliente y bollería recién horneada que despertaba el hambre a los muertos:
En el mercado de La Laguna (Plaza del Cristo) |
-Un bollo lagunero, por favor.
-Enseguida. ¿Es usted de aquí? ¿Conoce los laguneros, joven?
-No. Y si, en otra época acompañaron mis desayunos. En cuanto a lo de
joven, ¿cuántos años cree que tengo?
-¿Treinta, quizá?
-Vaya, que generosa, me devuelve usted media vida.
-No será para tanto. Entonces, ¿tiene usted…?
-No insista. No insista. Me quedo con los treinta, gracias. Y el
próximo domingo volveré para acabar de nacer, ja, ja, ja... ¿Cuánto es?
-Sesenta céntimos. ¿Para llevar?
-No. Para comer. ¿Una servilleta?
-Faltaría más. Y tome, los 40 céntimos.
-Creo que es usted mi hada madrina. ¡Hasta el próximo domingo!
-Le estaré esperando. Recuerde, a las doce en punto. No falte.
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