París, París... |
Los corchos saltaron, atronaron aplausos y
matasuegras, las uvas desaparecieron tras las campanadas, cayeron confetis y
serpentinas, chisporrotearon bengalas y las copas tintinearon celebrando el año
nuevo. Él felicitó a los que estrechaban su mano, a las que besaban sus
mejillas y a quien estampaba besos en la boca sin que, al parecer, le importara mucho darlos -ni tampoco recibirlos-. La orquesta se impuso sobre el vocerío y le meció durante horas en
aquel mar de burbujas, lentejuelas y alegrías sin fin. Cuando necesitó ir al
servicio, se encontró ante el espejo con los ojos rojos, el estómago vacío y
los pies hinchados de cansancio. Se sentó... Hizo piiiiis… Buscó los 20 euros para el taxi y regresó al piso. Se
calentó un caldo de gallina, le puso unas hojitas de hortelana y se lo tomó
sorbo a sorbo. Cogió las postales que había retirado del salón cuando su mujer
le dijo que iba a comenzar otra etapa en la que él no tenía cabida, y se metió
en la vieja cama de matrimonio. Se fijó en los te quiero y en los te amaré
siempre, y pensó que aquellos momentos, los de París, habían sido los más
felices de su vida. Guardó las postales en la mesa de noche, revisó las whatsapps de sus hijos, se arrebujó bajo las mantas, y se durmió.
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