Doce del patíbulo |
El crujido (rr-rr...) de la soga en tensión y el estruendo posterior
del pupitre rodando por el suelo, me pusieron de golpe
sobre aviso. Corrí precipitadamente por el largo pasillo que conducía hasta el aula de formación y, mientras con la torpeza que provoca la desesperación intentaba introducir el código de acceso, vi horrorizado a través del cristal de aquella infranqueable puerta de seguridad doce
horcas perfectamente alineadas sujetas a la viga central de la sala: de la primera ya pendía su
padre; en la segunda, otro convicto agarraba con ambas manos el lazo
que atenazaba su cuello, y dijo en voz alta, para que se le oyera: “América”,
y en la tercera y siguientes otros diez reclusos permanecían de pie sobre sus respectivos
pupitres, con las cabezas próximas a las cuerdas, aguardando su turno de
participación. Un último recluso que con aire magistral enfocaba el haz de luz de una
linterna de mano hacia la pizarra que colgaba en la pared frontal, respondió agriamente: “Imbécil, no ves que es de seis letras. Es África”, y a continuación oí como el
segundo pupitre rodaba violentamente por el suelo multiplicando por dos el crujido
de las cuerdas (rr-rr, rr-rr…). El recluso maestro apagó resignado
la linterna, meneó repetidamente la cabeza, y en tono
monocorde masculló entre dientes: "Ninguno conseguirá graduarse".
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