Hombre del saco |
“Lleva horas durmiendo en su cunita como un ángel”, dijo la abuela
desde el fondo del dormitorio, adornando la expresión con los mismos gestos y
aspavientos que utilizó en sexto de Primaria para colarse en el grupo de
teatro, mientras observaba por encima de sus gafas a Gabri pegado a la falda vaquera de su madre como arco a las
cuerdas de violín.
-¡Si, como un ángel le voy a dar yo!, grité enfurecido entrando
en la habitación, mirando a derecha e izquierda, buscando al temible malhechor.
¿Dónde estás? ¡Por mucho que te escondas, te encontraré!
-¡Allí, pá, allí…! Señaló Gabri ansioso, en dirección a la cuna.
Me
acerqué en dos zancadas, cargué con la almohada y, simulando un esfuerzo
sobrehumano, la arrojé sin contemplaciones por la ventana.
-¡Vete y no vuelvas
más, Hombre del Saco! ¡Aquí no te
queremos! Y entérate de que fue Gabri
quien nos dijo que estabas en su cuna.
Gabri
soltó a su madre y corrió como una exhalación hacia la ventana, comprobando satisfecho
como desde el jardín el abuelo le indicaba con la cabeza que sí; con las manos,
que fin, y con la una sobre las otras, que ya podía dormir en paz.
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